Daniel necesita tratamiento

Teamers: 45

Recaudación: 1 €

Actualización de cómo va la causa
Sandra Estevez Carrera, Teaming Manager, el 25/09/2020  a las 11:24h

Después de más de seis meses, en Uganda comienzan a levantarse las restricciones más estrictas. Aunque los colegios y otros centros siguen cerrados y algunos comercios todavía no se atreven a abrir. El número de casos de COVID19 va en lento pero progresivo ascenso, con más de 7000 confirmados. Y la economía doméstica de la mayoría es desastrosa.
Esta semana conseguimos enviar 365 euros a la familia de Daniel, de vuestras aportaciones en Teaming durante estos meses. Y os están muy agradecidos. Este dinero se destinará para la medicación crónica de Daniel, las férulas que han de ir reajustándose a medida que crece, y algunas vacunas que le faltan y ya debería llevar puestas. Supone también un pequeño colchón para cubrir algún gasto en caso de que, esperemos que no, tenga alguna crisis drepanocítica. Podéis imaginar la tranquilidad que supone para una familia con un niño enfermo que apenas puede ahorrar de un día para otro.
Así que GRACIAS, vuestro euro mensual supone mucha diferencia.

Os comparto algo que escribí, en otro foro, el pasado once de septiembre:

Escribo estas líneas desde mi piso de alquiler en una bonita avenida de Barcelona, rodeada de cajas de cartón a medio llenar, plástico de burbujas y cinta de embalar. Los cartones me rodean en montículos antropomorfos, desde varios ángulos del salón, y me miran; como queriéndome decir que me dé prisa, que nos tenemos que ir.

No recuerdo bien si fue antes de ayer o hace diez años cuando aterrizaba aquí; una recién licenciada en medicina que llegaba desde el otro extremo de la península, ilusionada y con ciertos temores, con ganas de observar, absorber y vibrar en este territorio que era desconocido y que poco a poco se ha convertido en también mío. Cuántas personas, perfumes, sonidos y sabores vividos aquí. Cuántos escenarios, cuánta música, cuántas bibliotecas, cuántas tardes de Palau. Me marcho, quién sabe si para siempre, quién sabe si para volver algún día, y me llevo un nuevo idioma, una especialidad e innumerables experiencias y emociones que me resonarán ya para siempre en la memoria. No encuentro cajas suficientes para embalar tanto.

Barcelona ha sido para mí una casa pero también una ventana al mundo. Es un escenario de idiomas, culturas, acentos, tonos de piel. Su aeropuerto me ha tendido puentes a otros continentes, a otras familias. Tengo mucho que agradecer.

Por eso escribo hoy, que casualmente es once de septiembre, para celebrar con las gentes de esta tierra y dar las gracias.

Sería injusto irme sin compartir antes una anécdota preciosa con quienes la han hecho posible, por el hecho de existir. Quiero hablaros de Daniel, que es una de esas personas a las que mi etapa en Barcelona me ha acercado, tanto que ahora podría decirse que es de mi familia. Es un niño de tres años que vive en Hoima, un pueblo al oeste de Uganda, cerca de la frontera con Congo, en el seno de una familia humilde, en una casa sin agua corriente y con techo de metal. Tiene una enfermedad congénita que se llama drepanocitosis. Es un trastorno que afecta sobre todo a personas de raza negra, que produce anemia y que cursa en crisis; durante estas crisis los glóbulos rojos, que están deformados, se enganchan unos a otros formando trombos, que producen, entre otras cosas, mucho dolor. Hace algo más de un año, una malaria le desencadenó una de esas crisis, una terrible, la peor que ha tenido nunca. Estuvo varios días a punto de morir, y uno de los trombos se formó en su cerebro y tuvo un ictus. Daniel ha nacido para sobrevivir y, contra todo pronóstico, así lo hizo. Pero el daño cerebral le dejó una parálisis que afecta al lado izquierdo de su cara, y a su brazo y pierna izquierdos. Podéis imaginar lo complicado que ha sido para este niño y su familia salir adelante después de esto, en un país en que la sanidad pública no existe. Por mi parte y la de muchos amigos de aquí, han tenido todo el soporte que nos ha sido posible darles.

Estoy en contacto con él siempre que puedo. Antes, viajaba con frecuencia a allí, pero con la pandemia no es posible. Hablamos por teléfono algunas veces y, cuando alguien que tiene smartphone les visita, aprovechamos para hacernos videollamadas y además de escucharnos, vernos. Normalmente, Daniel me ve en este mismo salón desde el que ahora escribo. Y después de habernos saludado, de que me explique a qué está jugando hoy, o qué ha comido, o qué amiguito ha venido a verle, me pide, siempre, que le enseñe la calle desde la ventana. Se pone contentísimo. Quiere ver a la gente musungu (las personas blancas), las bicicletas, los coches, las motos… pero sobre todo, y esto es lo que despierta en él el mayor interés, quiere ver autobuses. En Uganda hay autobuses, sí, interurbanos, pero no es habitual verlos, y la casa de Daniel está apartada de cualquier carretera, así que ver un autobús es todo un acontecimiento para el pequeño. Aquí, sin embargo, basta con esperar un par de minutos para que aparezca el primero, y luego vienen otro y otro. Incluso hay autobuses articulados que son larguísimos, y que Daniel no había visto nunca antes.

Él abre sus enormes ojos negros a la pantalla y espera paciente a que pase el primero y, cuando llega, tarda en atravesar la pantalla uno o dos segundos, pero esto provoca en él una alegría y una risa tal, que es difícil describir aquí con palabras. Por eso, os muestro uno de esos momentos, en que ve pasar uno de los autobuses rojos y blancos característicos de la ciudad de Barcelona, y la felicidad es tan sincera e intensa, que la parálisis facial desaparece y apenas es perceptible. Viéndolo así, nadie diría que ese niño tiene una hemiplejia. En segundo plano, su amigo y vecino Ochaki, que tiene su misma edad y ha venido a jugar con él, observa también en la pantalla un mundo que ni imaginaba. Y yo, me quedo a este lado pensando que para ellos mi ventana en Barcelona (“Bolona”, como Daniel la llama) es también una ventana al mundo. E imagino a los pasajeros de ese autobús, que probablemente dan por sentada una red de transporte urbano accesible constantemente, y a ese conductor para el que el autobús es un modo de vida, ajenos a la alegría y admiración que su paso fugaz está generando en un niño a miles de kilómetros de distancia. Que están borrando de su cara la secuela del sufrimiento.

Tal vez este mensaje les llegue.

Gracias, Barcelona, te echaremos de menos. Y feliz Diada.

(foto publicada con consentimiento de las familias)

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